Por Ester Díaz S., religiosa carmelita misionera

 

La fiesta del beato Francisco Palau, hijo de Aitona i hombre profundamente eclesial, impulsa a sus hijas -las carmelitas misioneras- a presentarlo como lo que en realidad fue: una vida trenzada por la sinodalidad. Tuvo muy en cuenta su llamada a servir a la Iglesia: su Amada. Pero temió que ese amor desapareciera con su propia desaparición. Y muy atento a su recorrido interior soñó con vivirla en su dimensión de colectivo implicado. La Iglesia sinodal fue su sueño, sí. Pues Dios siguió/sigue confiando a las personas la tarea del Reino.

Confiaba, Palau, en Dios-bueno como punto referencial. Misterio de la Iglesia, más bien. A acercarse a amigos y conocidos para compartir sus propias convicciones. Numerosas citas testimonian -en su correspondencia- tal interés: Cuidare de recoger a los que quieran unírseme, cta. 57. Estación de búsqueda que resultó extensa en su aventura. Hasta el final. Juntos procurarían cambiar la estructura de esa Iglesia. Toda una promesa por su parte.

FUNDAMENTO, fue y es La sinodalidad. Entretejido por la referida búsqueda, acogida-escucha, silencio, espacios de formación, de ensayos en el caminar. Y al mismo tiempo para elebrar pequeños logros. Abrían así, nuevas rutas de fraternidad. Pues por el bautismo somos personas nuevas.  Les facilitaba, de este modo, el descenso a los mejores estratos de la suya. Los zambullía en el silencio: auténtico y trasformador, donde se manifestase la vida de DIOS, que reavivara la fragilidad de la existencia humana. Espacios considerables de encuentro con Él. Dios-amor caldeaba la entrega y el gozo de este común caminar.

En la medida en que éste grupo crecía necesitaba más a Palau. ¿Razón? Urgía acoger los proyectos generados, valorarlos, orientarlos, moderarlos y acompañarlos. Pues las aportaciones de la colectividad se multiplicaban.

Durante el tiempo que Palau vivió, ¿cómo manifestó el sueño de la sinodalidad?: Actualizó su relación con la iglesia, sí. Pues no era solo -en el mejor de los casos- una excelente gestión de pocos, aunque con una organización impecable. Para paliar tal espacio de vida en el camino, todos y cada uno tomaron conciencia clara de lo que suponía intensificar su conciencia de ser Iglesia sinodal, circular. No piramidal. Saberse responsables de ese cambio y procurar el crecimiento del mismo. Contar con tal participación, ¡claro!.

Les facilitaba, así, el descenso a los mejores estratos de la suya. Los zambullía en el silencio: auténtico y trasformador, donde se manifestará luego, la vida de DIOS que rehabilitará la fragilidad de la existencia humana: Jesús os ama. Avivad vuestra fe en Él, cta.88. Dios-amor caldeaba la entrega y el gozo de caminar juntos.

Palau contaba con el coraje de la fragilidad humana, sí. Y que Dios es nuestra infraestructura. El mayor bien común. Silencio, lecho y patria desde donde manifestar la vida de Dios que despliega lo mejor de la humana. Comunicación y silencio los acercaba y resultaba un estallido de intensa vida evangélica. El cual desembocó en una rica eclesialidad. Hasta descubrir, entre todos, a la Iglesia como la Amada.

Don y tarea fue la Iglesia sinodal. ¡Claro! Así pudo descubrir, cuál era el recorrido que podían ayudarlos a vivir la comu­nión: Yo os presento, cada día, sobre el altar como un solo corazón, cta.7 y a abrirse a la misión. Pues el “caminar juntos”, fortalece la comunicación y desemboca en la comunión, ¡evidente!. Permite, al mismo tiempo, afrontar las dificultades y tormentas de la vida, con espíritu eclesial y entre todos buscar y encontrar solu­ciones. Crecer en el convencimiento de que las cosas se pueden hacer mejor, si todos se mojan y participan.

El camino sinodal se halla, también, enraizado en la vida concreta del Pueblo de Dios. Los pequeños éxi­tos de tales experiencias, así como también sus límites y dificultades, en lo vivido, nos ayudan a fortalecer, en la Iglesia, la comunión. Siempre dóciles a la acción del Espíritu. Él comunicará al pueblo lo que ha de decir y realizar. Resulta, también, revulsivo para compartir, esa experiencia sencilla, transparente pero vital.

Palau les facilitaba, así, el descenso a los mejores estratos de su existencia. Modo por el que también ellos entraron y crecieron en el rol de la sinodalidad eclesial. Cuando Palau falleció formaban ya un grupo considerable, que gestionaba el caminar de la Familia con estilo sinodal.

El tiempo de formación incluía la siembra de valores: Los del Reino, sí. Suponía vivir en clima de resurrección por haber accedido a él, gracias al bautismo. Al mismo tiempo los hacía descender de la experiencia del yo a la del nosotros.  Palau, había sembrado la sinodalidad, de modo incansable. Caminar en esta dirección era todo un desafío. Así no llegarán a ser estratos deshumanizantes. Al contrario, permanecerán en actitud de vigilia. Despiertos, para despertar al entorno dormido.

Dios fue y es la infraestructura. La de todos. El mayor bien común. Para los grandes del caminar el centro de la vida es Cristo, la Iglesia -en experiencia de la familia palautiana- Lo demás resulta relativo.  Y es que la comunicación, es la antesala de comunión profunda: con Dios y con los demás. Y misionar con este talante de sinodalidad, resulta cosa de todos y cada uno. El querer de Dios bueno. Así lo manifiesta Palau: Yo os presento cada día sobre el altar como un solo corazón, cta.7. Objetivo, también, del concreto acercamiento de la Iglesia a la entera humanidad. Cambio de la Iglesia piramidal a la sinodal. Lo urgía la sociedad tan distante pero tan exigente con esa Iglesia piramidal. Tan herida y tan sedienta de evangelio. Nuestro Dios quiere, también, que abramos nuevos caminos de fraternidad. Lo urgen, a sí mismo, las otras Iglesias. También desde esta dimensión hemos de abrir nuevas rutas de fraternidad. Eclosión de intensa vida evangélica, era la contraseña de la familia palautiana. Inicio de experiencia, entonces. Continuidad, adaptación y latido, ahora.