Varios
Lloc de naixement: 
Capdepera (Mallorca)
Anys naixement-defunció: 
De 1899 hasta 1936
Martir / Beat / Sant

Capellán castrense, predicador, mártir

 

El padre Massanet es mallorquín; nacido el 16 de enero de 1899 en Capdepera, donde lo recuerdan con cariño, cultivan su recuerdo y anhelan verlo glorificado. Pues fue muy virtuoso y santo en el púlpito, en el confesionario, en todo lugar, resumirá Rosina Real. Sus padres, Francisco y Eleonor, lo llevaron a cristianar el 21 de enero y a confirmar el 23 de mayo del mismo año 1899.

 

En El Olivar vistió el hábito mercedario el 8 septiembre de 1917, a las 20’15 horas, de manos del padre Ramón Martín ante el padre Pablo Planas. Profesó los votos simples el 22 de septiembre de 1918, ante los mismos y el padre Elías Buj, e inició los estudios sacerdotales. El padre Jaime Monzón, compañero desde el tercer curso de latín, recuerda cómo el noviciado fue verdaderamente de prueba, pues venía de una familia muy acomodada y soportó valientemente todas pruebas; era muy amante del culto divino y en hacer las prácticas de piedad en la capilla privada del aspirantado; él ponía toda su diligencia y esmero a fin de que todo se hiciera con la mayor solemnidad. Piadoso y amante del culto durante los tiempos del estudiantado, de sacerdote me cuentan que se distinguió siempre por su celo en el culto divino. Fue un predicador de la devoción a nuestra santísima Madre de la Merced.

 

Mas desde el 2 de octubre de 1919 los prosiguió en San Ramón, por haberse erigido este santuario en casa de estudios. Aquí emitió la profesión perpetua el 1 de octubre de 1922, siéndole conferido el presbiterado en Solsona el 22 de septiembre de 1923 por el obispo Valentín Comellas

 

El 13 de noviembre de 1923 vino a Lérida, y se puso a trabajar, celosa, fervorosa y habilísimamente. Le gustaban las cosas del culto, disfrutaba la liturgia, celebraba con unción y fervor la santa Misa; pero lo suyo, primordialmente, era la predicación. Se cuenta que nunca rechazó un sermón, por cansado que se hallara, eso que era muy buscado. Primorosamente predicaba para niños y adultos, a la gente sencilla y a los cabildos, en las iglesias propias y en las catedrales; de la Eucaristía, de la Virgen, de la Merced preferentemente. En las meditaciones de los Jueves eucarísticos y en las horas santas derramaba su alma en los más tiernos afectos al Amor de los amores, lo mismo que cuando hablaba de la santísima Virgen. Tenía muy entrañado el amor a la orden de la Merced, de la que con gozo grande cantaba las glorias y grandezas, siempre que en sus sermones se ofrecía ocasión, declararon testigos para su proceso. Su último discurso lo dedicaría a sus asesinos, sincero y cálido, de dos palabras, os perdono. Marcelina Ezquerda memora, muy observante y lleno de virtud, cómo reclamaba poderosamente la atención el fervor y la unción que ponía en las horas santas, en el viacrucis y otras devociones que dirigía en la Merced de Lérida. Así lo recordarán muchos, lo mismo que sabía atraer a los niños para el catecismo.

 

El 6 de septiembre de 1926 lo llamaron a filas, para el destino más arduo de su vida, capellán del regimiento de Navarra, que se las había con los moros en la campaña del Rif. Vivió los seis meses más densos de su existencia, sacerdote y padre de dos mil soldados y oficiales que a diario se jugaban la vida en la trinchera. El padre Massanet mostró en aquel trance su grandeza humana y su ternura espiritual, alma y sostén de aquellos jóvenes arrancados de sus familias, que a diario sentían sobre su cabeza el ceño hosco de la muerte.

 

Se pasaba horas y días conversando, animando, confesando, impartiendo los sacramentos. Cuando se enzarzaba la batalla, bajo el rugido de los cañones y silbido horripilante de las balas, él, impávido, acudía a los heridos y viaticaba a los moribundos. Llegó a tanto el fervor de aquella tropa, que se celebró solemnísima y conmovedora consagración del campamento a nuestra Madre de la Merced. Pero además instituyó el rezo día del rosario, constituyó ciclos formativos, formó grupos de compromiso… Maravilla.

 

Tornó a la conventualidad ilerdense el 8 de septiembre de 1927, encargándose de los Jueves eucarísticos, a los que imprimió enorme vitalidad. Encargó un tabernáculo para la iglesia a Ramón Borrás, que lo calificaría de recto, muy bueno, fervoroso y observante. Lo mismo, aún con mayor madurez, lo demostró en Barcelona; Palma de Mallorca, a donde viajó el 7 de octubre de 1929; a El Puig de Santa María, a donde lo destinó la obediencia el 7 de abril de 1930, viviendo generosamente aquellos años duros de persecución. Ricardo Alapont nos puntualiza que el padre Massanet en El Puig se dejaba ver poco, porque era muy recogido, dedicado a preparar la predicación. Dios lo quería para sí, así que lo devolvió a Lérida, sus orígenes en agosto de 1935. Lo vi poco antes de la revolución –afirma la hermana María de la Paz Vilaclara- y se le veía un hombre pleno de energía y de voluntad de trabajar mucho por Dios, que deseaba el cielo. El padre Lahoz nos informa de que lo censuró el santo Oficio.

 

Sucumbió a la atrocidad y sectarismo. En Lérida, el 24 de julio de 1936. Se escondió en casa de mosén Magrí, calle San Antonio 23 piso 3. Carmen Mor traía las noticias de los sucesos y de los asesinatos, pero comprobaba cómo el Padre se mantenía con gran fortaleza y resignación. Carmen Vidal habló con él varias veces, constatando que estaba muy resignado, sin miedo a la muerte, dispuesto a dar la vida por Cristo, si se presentaba la ocasión. Luego, a media tarde, subió al piso 4, vivienda de Juan Ortiz, que cuenta cómo no temía la muerte, pasaba las horas muy sereno rezando el rosario y otras devociones, se mostraba muy resignado y dispuesto a perdonar a sus asesinos. A la mañana siguiente, para no compromer a Juan, se subió a la boardilla. Pocas horas después, allí lo encontraron los milicianos, por denuncia de una vecina. Cuando bajaba detenido, vio a Juan a la puerta de su piso, y le hizo un signo de gratitud.

Lo llevaban a dirección a la cárcel, Juan iba a distancia de cuarenta metros para ver en qué para el atropello. En la calle Ballester, poco antes de tomar la rambla Aragón, a la altura de la Maternidad, los milicianos le obligaron a acelerar la marcha, y pocos pasos después le dispararon por la espalda. Lo vi caer al suelo. Así acabó este gran hombre. No hubo proceso, ni juicio, ni condena. Quedó tendido, poco después pasaron por allí algunas mujeres, y viendo que aún se movía un poco, le tiraron piedras a la cabeza, rompiéndosela. Quedó así, con el cráneo destrozado y al descubierto la masa encefálica, hasta que su cadáver fue recogido y arrojado a la fosa común. Una mancha roja, rojísima, de amor y perdón, quedó en el empedrado. Adiós, doña Trinidad, hasta el cielo, había dicho instantes antes a una persona conocida.